Qualsevol moment és bo per recordar el nostre deute amb Atenes, amb Grècia; però, sens dubte, el moment actual de Wertgonyós acosament és més que apropiat per rellegir l'article que Carlos García Gual va publicar el 7 de juliol d'enguany. El transcribo literalment:
Inauguraron una actitud ante el mundo: tenían un inaudito afán de
conocer y conocerse, entusiasmo por la libertad, anhelo de belleza
cotidiana y una animosa confianza en el diálogo. En las orillas del mar,
“sonrisa innumerable de las olas” y camino de infinitas aventuras,
inventaron leyes, exploraron el cosmos y teorizaron con entusiasmo. Para
retratar el carácter ateniense, Pericles dijo, según cuenta Tucídides:
“Amamos la belleza sin ostentación y buscamos el saber tenazmente”.
Admirable lema para una ciudad y una cultura. Y solo a un griego como
Aristóteles se le pudo ocurrir como algo evidente que “por naturaleza,
todos los hombres anhelan el saber”. A otros pueblos los definen otros
afanes: aman la piedad religiosa, el dinero, las guerras de conquista,
el fútbol o la gastronomía. Solo en Grecia “filosofar” no fue un raro
oficio profesional, solo allí fue la política una tarea común de la
democracia. En Atenas, la educación comenzaba por saber poesía (Homero,
sobre todo) y acudir al teatro de Dioniso. Otras ciudades anteponían el
atletismo, la gimnasia y las hazañas bélicas.
Los dioses griegos, hechos a imagen y semejanza de los seres humanos,
incluso demasiado humanos, pero más hermosos, frívolos y felices, no
acongojaban la vida de sus creyentes; fiestas colectivas y certámenes
deportivos eran frecuentes y populares. Frente al despotismo de otros
pueblos, como los persas, los griegos —cuenta Heródoto— se sentían
orgullosos de obedecer solo a sus propias leyes; frente al hieratismo de
los sabios egipcios, creían en la vivacidad y la belleza de lo efímero
con entusiasmo juvenil. El arte en otros países es rígido, solemne y
atemporal; el de los griegos expresa el amor a lo humano embellecido y
trágico, como hacen a su modo sus poetas y sus pensadores.
La inquietud intelectual, la exploración del mundo y de uno mismo, la
pregunta por la naturaleza y la condición humana son rasgos históricos
del helénico estar en el mundo. Sabiendo que “todo fluye” (Heráclito) y
“no todo lo enseñaron desde el principio los dioses; con el tiempo,
avanzando en su busca, los hombres encuentran lo mejor” (Jenófanes), y
“el ser humano es la medida de todas las cosas” (Protágoras), y “la
medida es lo mejor” (uno de los siete sabios), y “la vida irreflexiva no
es digna de vivirse” (Sócrates).
Los griegos inventaron o rediseñaron casi todos los caminos del
saber: los más clásicos géneros literarios (poesía épica y lírica, la
tragedia y la comedia), la historia, la filosofía y la medicina, las
matemáticas, la astronomía, la política y la retórica, la ética y la
astronomía y la geografía, los juegos atléticos, la escultura y las
artes plásticas, etcétera. Pero más allá de los datos concretos, de todo
el inmenso y prolífico legado que anima las raíces de nuestra cultura,
lo más admirable es esa apertura o inquietud del espíritu. Lo que el
léxico recuerda en tantísimos vocablos de abolengo heleno: kosmos, physis, philosophía, téchne, nomos, demokratía, politiké, poíesis, mythos, logos, historía, arché, théatron,
etcétera. (Es decir, universo y orden, naturaleza, filosofía, arte y
técnica, ley, democracia, ciudadanía, poesía, mito, palabra y razón,
historia, principio, teatro, etcétera). Si nos pidieran definir lo
griego en dos palabras, elegiríamos logos y polis, con el visto bueno de Aristóteles, que definió el ser humano (ánthropos) como una animal de ciudad (zoon politikón) que tiene logos. (Logos
es intraducible por su amplio campo semántico: significa “palabra,
razón, relato, razonamiento, cálculo” y su sentido se precisa en el
contexto). Dios es fundamentalmente logos, dirá el evangelio de
Juan. Como animal lógico y político, el hombre necesita el diálogo y el
ágora y el teatro. Exageraba Borges cuando dijo: “Los griegos
inventaron el diálogo”, pero ciertamente lo practicaron más que ningún
pueblo. Eran charlatanes y discutidores sin tasa. Platón escribió toda
su filosofía en diálogos dirigidos por Sócrates, inolvidable
conversador.
Frente al logos estaba, como sabemos, el mythos (relato
antiguo y memorable). En la competencia de ambos, una historia bastante
conocida, se impuso el primero, que explicaba el mundo de modo más
objetivo y, como diría alguno, más rentable. Porque con él se podía
razonar sobre todo: “Justificar las apariencias” o “salvar los
fenómenos” (según Anaxágoras) y demostrar que existe “una armonía oculta
mejor que la visible” (Heráclito). La lógica y los silogismos
justificaban la realidad mucho mejor que los fantásticos mitos. Aun así,
el mito subsistió en la imaginación y la literatura.
Y debemos dar gracias (y no solo a los dioses) por los encantos de su
espléndida mitología. Aunque ya no sintamos devoción por los dioses
griegos ni hagamos poemas a sus héroes, pensemos qué pobre sería nuestro
imaginario y nuestro arte sin sus figuras seductoras, sin sus nombres y
gestas. Sin Odiseo ni Hércules, sin Orfeo ni Edipo, sin la bella
Helena; sin Dioniso, sin Afrodita, sin Prometeo, y otros fantasmas
familiares. No hay en la cultura universal ningún otro repertorio
fabuloso comparable en fantasía dramática ni en prestigio literario.
No voy a insistir en los prestigios míticos, pero sí quiero apuntar
que se prestan a múltiples reciclajes y recreaciones (que fueron materia
constante del teatro clásico). A menudo de hondo trasfondo humanista.
Un ejemplo: Prometeo les robó el fuego a los dioses para dárselo a los
humanos (que sin él habrían muerto pronto de hambre y frío). Según
Esquilo, inventó todas las artes y técnicas: de la navegación a la
medicina, incluyendo la escritura, los números (“el saber más alto”) y
la mántica. Por ello, Zeus lo castigó y tuvo que sufrir tormento en el
Cáucaso, redentor rebelde y revolucionario. Había irritado a los dioses
su “amor a los humanos”, su titánico trópos philánthropos.
La philanthropía, otra clara palabra griega, está relacionada en un viejo texto hipocrático con philotechnía (amor a la téchne,
otra palabra de difícil traducción, es tanto “técnica” como “arte,
oficio”). Ambas cosas deben ir unidas, en la intención del viejo Titán y
en la del anónimo escritor. La filantropía es un hermoso concepto que
se desarrolló sobre todo en el helenismo, cuando algunos griegos
posalejandrinos hicieron notar que la distinción usual entre “griegos” y
“bárbaros” no debía fundarse en la raza ni en el país de origen, sino
en la educación y la cultura (paideia). Solo esta marcaba la
diferencia entre unos y otros. Los estoicos, entonces, sostenían la
fraternidad de todos los seres humanos, miembros de una sola comunidad,
que compartía el logos. En latín, paideia se tradujo acertadamente como “humanitas”.
(Se nos va quedando lejos la idea griega de educación, cuando la
reducimos a un aprendizaje de “destrezas” y manejo de diversas
tecnologías orientadas a lo más rentable, algo que no entraba en la idea
antigua de la educación, la que heredó y desarrolló a su sombra el
humanismo europeo).
En las estatuas de los jóvenes y en las de los dioses se aprecia el
sentido helénico de la belleza, idealizada en la época clásica y más
realista y apasionada luego. Un ideal de belleza que ha perdurado
siglos. Pero la seducción de sus imágenes no solo se halla en los
grandes monumentos y no solo anima los textos más clásicos, sino que
animaba el encanto de sus artes menores. Una copa o una urna griega
reflejan el mismo afán por lo bello. No solo nos fascinan los templos de
esbeltas columnas o los vastos teatros, sino también las pequeñas
esculturas o las escenas de la humilde cerámica, que atestiguan una
vivaz y original artesanía de gracia inimitable. Incluso en sus logros
más sencillos se percibe la “noble sencillez y serena nobleza”, según la
famosa frase de Winckelmann.
Platón escribió que el impulso natural del filosofar estaba en la
admiración. Dice Heródoto que la historia se escribe para salvar del
olvido “hechos y cosas admirables”. Admirarse del mundo motivó su
incesante ardor creativo y su busca de explicaciones en los ámbitos más
diversos de la poesía y la cultura. Frente al moderno y fáustico homo faber,
entregado con furor a la tecnología y la mecánica, el griego era
contemplativo y dialogante, entusiasta de la belleza del cuerpo y del
alma, experto en viajes odiseicos.
El amor por la Grecia antigua y el estudio histórico del mundo
clásico marcaron el humanismo europeo desde el Renacimiento hasta el
siglo XX. La imagen idealizada de Grecia revivió en el estudio
filológico de los textos y la arqueología de sus ruinas. El
filohelenismo tuvo larga vigencia en la Europa ilustrada y la romántica.
Keats dijo: “Los griegos somos nosotros”. Son los europeos —alemanes,
ingleses, franceses, italianos— quienes han recobrado a fondo la cultura
clásica en Grecia, quienes han estudiado tan a fondo a Homero y a
Platón. La nostalgia de lo helénico fue un síntoma europeo.
En su artículo ¿Por qué Grecia?, evocando el libro de J. de
Romilly, Vargas Llosa recordaba cuánto guarda Europa de su luminosa
cultura. Tal vez, sí, nos estemos alejando, a zancadas, de ella. Cierto
es que la economía no suele ser compasiva con la cultura. Cierto que los
griegos de hoy no son los hijos de Pericles. Pero aun así, pensar en
una Europa que deje excluidos a los griegos, parece —no solo en un plano
simbólico— un gesto notablemente bárbaro, muy en contra de nuestra
tradición humanista.
#yoconozcomiherencia
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